miércoles, octubre 25, 2006

José Chalarca

Manizales, 1941. Ha publicado los libros de cuentos: Color de hormiga (1973), El contador de cuentos, Las muertes de Caín, y la antología Trilogio; de ensayo: El oficio de preguntar, Yourcenar o la profundidad y La escritura como pasión; y las obras para niños: Diario de una infancia (1984) y Aventuras ilustradas del café (1989).


Muñeca

Era blanca, toda blanca con una mancha negra sobre la frente. Se llamaba Muñeca y tenía costumbres que contradecían su espíritu felino: en la mañana, cuando mamá entraba al cuarto que compartía con dos tías viejas –solterona la una, madre soltera la otra–, Muñeca llegaba detrás y se metía entre las cobijas lo que dificultaba mucho más mi levantada. Luego en la cocina se encara­maba sobre mi espalda mientras tomaba el desayuno.

Fueron muchos los azotes que gané por su amor. Papá decía que los gatos eran peligrosos. Que casos se dieron en que habían matado a sus amos por asunto baladí; que los pelos que soltaban se introducían en los pulmones y causaban la tisis y otros mil engendros de similar talante.

Seguíamos amándonos. Tuvo para conmigo detalles de perro: Salía a encontrarme cuando llegaba de la escuela y si no la alzaba hacía cabriolas delante de mí y los ojos le reían de felicidad.

Una noche la sentí maullar desesperada. Yo no sabía aún que los gatos gritan desaforados cuando se entregan al juego del amor. No, no lo sabía. Traté de levantarme para averiguar lo que pasaba y el miedo me atenazó con infinitas excusas. Escuché que además de gritar arañaba las tablas de la escalera. Pero no me levanté ni me asomé para ver lo que ocurría. A veces sus maulli­dos como que decían mi nombre y esto, en vez de animarme a salir, me paralizaba más en el rincón de la cama. Pudo al fin el sueño de los ocho años.

Amaneció. Mamá entró como todas las mañanas. Muñeca no. Cuando bajé al lavadero para asearme, la pobre Muñeca colgaba flácida entre dos tablas que formaban una especie de horqueta en la cubierta exterior de la escalera. La enterré en el patio con honores de cruz, cirios y flores.


JUAN NUBE

Juan alcanzó una nube y la hizo su cabalgadura. Era luminosa, grácil, veloz. Transportarse en la nube volvió a Juan más alegre, más cordial. La libertad de movimiento que le permitía su nube-caballo le ganó entonces más amigos y también muchos enemigos.

Día con día Juan se tornaba más transparente y generoso. Todos podían ver los movimientos de su corazón. Muchos le dijeron: cuídate. El mundo se ha dañado y no ve con buenos ojos la luz y la alegría, menos aún, la bondad de corazón.

Él, bueno como era, no les dio crédito y una noche tenebrosa los chicos de la pandilla del odio lo abordaron en un callejón sin salida.

–Bájate de la nube, le dijeron.

–¿Por qué?

–¡La queremos. Es más luminosa y rápida que las nuestras!

–¡Pero es que mi nube soy yo!

–Estupideces, dijeron en coro los hijos del odio.

Entonces uno de ellos disparó un revólver y la bala pegó directo en la frente de Juan. Mientras el niño caía, la nube se deshizo en infinitos hilos de plata que se bebió el suelo oscuro.



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© José Chalarca


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