miércoles, octubre 25, 2006

Guido Tamayo

(Bogotá - Colombia,). Narrador y ensayista. Autor de: El retablo del reposo, Premio del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 1991. Dirigió la serie antológica de cuento El Pozo y el Péndulo de Editorial Panamericana. Con un tono personal y traslúcido que centra su fuerza interior en la metafísica de la huida, este ensayista y narrador, nos entrega un relato donde el observador observado, trasciende el espacio de la novela negra, en un juego en el que la desnudez y el desencuentro, son encarnados por unos seres que ocupan con consagrada nostalgia sus escenarios citadinos.


PUNTO DE FUGA

I.

Hasta mis oídos llega el timbre metálico del badajo golpeando una y otra vez contra las paredes del campanario. Me incorporo afinando la atención en procura de apresar el eco, aguzando el oído para lograr aislarlo del ruido de los carros, de los murmullos de la gente en la calle, del ronco respirar de las fábricas cercanas.

Ese tintineo monótono y mineral posee la virtud de apaciguarme. No puedo precisar cuántas veces ha repicado, pero lo importante es tener la certidumbre de que aún permanezco en esta ciudad, cerca de la catedral, en este apartamento vacío y absolutamente ajeno a mi memoria que apenas unas horas antes he alquilado, y que abandonaré en el momento en que haya recuperado un poco mis fuerzas o, más apresuradamente, si me percato de que me han descubierto.

Va atardeciendo y una porción de luz ceniza se cuela con timidez por entre los visillos de la ventana posándose con desgano otoñal sobre mi cuerpo desnudo tendido sobre el colchón. A mi lado reposa la bolsa de viaje entreabierta. Un poco más al rincón, mi ropa se esparce por el suelo conservando un extraño orden como si en vez de haberme despojado de ella, dejándola caer con desinterés, mi cuerpo se hubiese desintegrado manteniendo las prendas en una disposición perfecta en espera tan sólo de mi restitución.

Por lo demás, el apartamento luce cuidadosamente desierto, destilando ese abandono meticuloso e impersonal de las estancias que se ocupan y desocupan furtivamente dejando la huella de una ansiedad inaprensible, un desasosiego apenas insinuado.

Mi cuerpo se sacude sobre el colchón. Son cortos espasmos que se repiten con matemática frecuencia y que, con lentitud, me van produciendo cierto relajamiento. Empero, mi figura permanece rígida. Atentos los músculos contraídos. Dispuesto el organismo a reaccionar ante la más tenue indicación de mi cerebro. Necesito mantenerme despejada. Sé que toda pequeña tregua en mi huida significa multiplicar los riesgos; brindarles más margen para su acoso. Si he decidido por fin tomar este descanso es porque mi cuerpo, doblegado ya por la fatiga, no me obedece. Viajé durante muchos días y noches sin parar, esforzándome por avanzar lo más posible, evitando recesos en la marcha, ignorando el reclamo del sueño y la ansiedad de detenerme un momento, aunque fuese tan sólo para comprobar que todavía no me han atrapado y que esta evasiva contiene aún todo su sentido.

He recorrido muchos kilómetros, he cambiado varias veces de ciudad y he remontado gran parte de un océano. Es por lo tanto necesario, mas no lo más prudente, que acceda a un breve reposo en esta ciudad desconocida; aquí, en este apartamento vecino a la catedral en donde el escuchar cíclico del campanario, me reconforta.

Procuro no asomarme al balcón, pero cedo ante la tentación de poderlos espiar. Deseo observar a los que me observan. Participo de la voluptuosidad de que nuestras miradas se refracten al encontrarse, y que como en un espejo, se confundan unas y otras y ellos pasen a ser, fugazmente, los perseguidos, y yo, su verdugo. En cualquier caso, no es más que una ingenuidad: no conozco sus rostros, no puedo identificar sus figuras.

Contemplo la calle y veo cómo la noche ya ha logrado hacer, con la misma severidad de la muerte, de sus cuerpos sombras y cómo cualquiera de ellas puede ser la que me acecha. Por ejemplo, ahora, distingo una mancha recortada contra una arista del callejón. Es una mancha extremadamente fina, un hilillo de carbón que se perfila sobre el adoquín como un boceto de Giacometti. Fuma con insistencia y su equívoco ocio parece dedicado a mí. ¿ Será ese hombre delgado uno de mis perseguidores?. Y si es uno de ellos ¿Sabrá por qué me persigue?

Enciendo un cigarrillo para que el hombrecillo vea el destello del fuego en el balcón y, con un sólo golpe de vista, contemple mi cuerpo desnudo. Deseo, con algo de juguetona perversidad, que pueda verme simplemente y por una vez, como una mujer desnuda tras un balcón. Desposeída de mi condición de presa. Sexuada. Personal. Mero objeto circunstancial de los avatares de su profesión. No apelo a mi desnudez para distraerlo del cumplimiento de su deber ni para evocar una sensualidad, por otra parte seguramente inexistente (en su oficio la sensualidad es ignorada en beneficio de una abyección más o menos carnal), sino para despertar en él, tal vez, la idea de un desafío, de un reto que convoco mostrándome a sus ojos sin ningún pudor ni temor, subrayando con mi exhibición, con la cerilla que alumbra por un instante mi desnudez, que de ahora en adelante me sé su perseguida, pero sobre todo, que lo he identificado como mi perseguidor.

Ha cruzado un coche y las farolas se han detenido por un momento en su cara como en un una escena de cine «negro». Su tez es lechosa y su rostro en la penumbra parece tallado en madera seca. Me mira con una mezcla de resignación y curiosidad. Atribuyo esto último a que ha sabido captar el sentido de mi exposición. Nuestro breve y cómplice diálogo ha llegado a su fin: la cerilla se ha extinguido y los focos del auto se han perdido por la calzada no sin antes alargar aún más su sombra por el adoquín.

Me ha descubierto y en consecuencia es peligroso que insista en este escondite. Debo vestirme de nuevo, rehacer la bolsa de viaje y huir cuanto antes aprovechando el corto margen que sé me brindará para reiniciar de inmediato mi persecución.


II.

He logrado verla por un momento.

Bastó el furtivo destello de la cerilla al encenderse para fijar su silueta enmarcada en el balcón. Su cuerpo es más fino de lo que se intuye bajo su ropa. También es más blanco. Y triste. Parece relleno de sal. Alcancé a notar que temblaba. Pero no hace frío. Tiembla por temor. De adentro hacia afuera. Me buscaba con su mirada inquieta como la de un búho. Trémula al no poder reconocerme. Sé de esas miradas astilladas de miedo y odio por partes iguales. Esos sentimientos reunidos le confieren una belleza especial. No he visto jamás algo más hermoso. Los ojos se iluminan. No parpadean. Se tornan acuosos. Y respiran. Y cuando empiezan a apagarse. Lentamente. Cediendo el brillo al peso del cansancio. De la derrota. Ese es el momento. El mío.


III.

Salgo a la calle con sigilo, auscultando con cuidado los recovecos del callejón.

En el instante en que desemboco a la gran avenida tropiezo con el cuerpo hirsuto del hombrecillo. Está tenso y gélido. Me contempla escrupulosamente como cotejándome con la memoria. Veo muy de cerca su rostro glacial; sus ojos insípidos. Respiro con torpeza y mi turbación se hace evidente.

–Parece extraviada, me dice. ¿Si puedo ayudarla en algo?

–Es verdad señor. Quisiera saber en dónde está la estación del tren.

Sin dejar de observarme, el hombrecillo señala con su escuálido brazo de espantapájaros hacia el sur.

–Está por allí, no es muy lejos, serán unas tres calles.

Le agradezco mucho, digo, y sin aguardar más me dirijo hacia el destino indicado procurando un andar desafectado. No he alcanzado a caminar diez pasos cuando oigo los de él tras de mí, acompasados en un solo eco. Huella sobre huella.

Mientras me alejo escucho en la distancia, muy tenuemente, como el sonido de un doméstico móvil de cristal, las campanas de la catedral que repican su benigna letanía.



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© Guido Tamayo


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