LA MUJER DE BÁLSAMO
Me pareció que el perfume era barato; su cabello, sin embargo, resultó ser cálido y sedoso, como una noche frágil en antigua compañía. La había recogido a la salida del templo y llevado a mi posada. En sus ojos negros no hubo luz, ni llanto. Se arrodilló y con cuidado me lavó los pies; de sus ropas sacó un frasco aromatizado, igual al que antes le había visto, y me acarició hasta hacerme sentir una condición primitiva de bienestar.
Su cabellera húmeda sobre mis muslos, bien valía las treinta monedas. Con gusto le alargué la bolsa. Retiró su mano y me miró con desprecio.
–El perfume es el mismo pero no el ungido –dijo y se fue sin voltear el rostro.
Una risa como de pájaros me sobresaltó. Miré por la ventana y vi que la rama frondosa de un árbol se confundía con los tres maderos en donde pendían los cuerpos inertes de los ajusticiados. Mientras acariciaba las monedas, sentí una extraña opresión en el cuello.
LA MUJER DE BARRO
A Otilia Ruiz de Jeréz
Pasó sus días en un paraíso de formas que recreaban la vida. Ajena a todo, construyó su universo sin escatimar la magia con la que su piel de barro modelaba al mundo. Con paciencia, transmitió el primigenio hálito vital a las imágenes de su entorno y extrajo de la tierra un código divino para escribir su nombre.
Una tarde soleada, con la placidez en su rostro y desprovista de equipaje, emprendió el viaje que su adentro le exigía y se fundió con el paisaje.
Por encima de todo estuvo su alma como la materia más inmediata para su obra. El barro fue en sus manos otra vez origen.
LA MUJER DE SAL
Provocadora se entregó al fuego de la multitud. Su búsqueda sensorial la llevó al fragante olor de pieles ansiosas, dulces sabores y cálidas texturas sugeridas por nuevos estímulos.
El mensaje celestial interrumpió su goce y, casi arrepentida, abandonó la ciudad maldita.
Condenada a la huida, quiso evitar que su cuerpo comenzara a despedir un perfume de azucenas, y que el color de su piel cambiara hasta adquirir el blanco inmaculado. Antes de convertirse en estatua, en sus labios reconoció un sabor puro, cercano al que tanto tiempo había buscado y que prometía quedarse para siempre.
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© Maribel García Quintero