Agua de sueño
La niña que, en su casa, llevaba un cubo de agua y apareció de pronto en el desierto, se dijo:
—Juraría que iba a bañarme.
La última jugada
La noche es transparente, una moneda nos alimenta con su brillo. El último autobús pasó a las once y media. Allí venía ella; se bajó y, en vez de cruzar la calle hacia su casa para contemplar nuestro juego desde el balcón como lo había hecho siempre, se sentó en el andén, bajo el guayacán, como si supiera que el partido de hoy no sería un simple juego sino un ritual.
Ella debe suponer que la ignoramos porque ninguno de nosotros la miró directamente cuando se sentó. No sabe que hemos dejado el alma en cada movimiento hasta hacer de este pedazo de la calle un templo, ni que el partido concluye con el décimo gol, que ahora puede ocurrir en cualquiera de las porterías.
Recibí el balón de mi compañero, hice un amague por la derecha y dejé al atacante adversario en la mitad del campo con un rápido movimiento hacia la izquierda. Frente a mí tengo al último defensor, el balón viene cayendo después de que lo levantara suavemente... Esta podría ser la última jugada.
El bello animal indefinido
Rosita madrugó el lunes y, apresurada, se bañó.
Los lunes tenía que ir al colegio, pero ella corrió al campo porque tenía la certeza de que era sábado, su día libre.
Cuando saltaba entre los matorrales, sobre un árbol, descubrió un gato tratando de mirar al cielo.
¡Qué bello perro!, se dijo, y trenzó amistad con él.
En la tarde regresó a casa, llevando al animal tras de sí.
Su madre, al verla venir, le habló: Es gracioso el tigre que te acompaña.
Por la noche, su padre llegó cansado del trabajo y Rosita quiso mostrarle su amigo. El padre, estuvo alegre porque su hija tenía un compañero y le recomendó: Cuida mucho de tu zorro para que siempre esté contento.
Durante los días siguientes, muchos vecinos de Rosita quisieron conocer el oso que ella guardaba en su casa, y algunos quedaron asombrados al ver un cóndor sin plumas.
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© Luis Fernando Macías